- Madzia, por favor, habla, dime algo - durante las dos horas siguientes sigue la misma petición.
Todo empezó así: surgió un problema, una nimiedad que podía olvidarse en cinco minutos, bastaba con explicar el asunto, pero no pude decir ni una palabra, permanecí en silencio como bajo un hechizo. ¿Cree que no sabía qué decir? Al contrario, la respuesta daba vueltas y vueltas en mi cabeza, pero sabía que si decía una sola palabra, acabaría llorando, así que guardé silencio.
Más de una vez se había dado esta situación. Me hizo pensar en el intercambio de pensamientos y en el lugar tan importante que ocupa en nuestras vidas. Creo que todo depende de ello: afecta al vínculo con nuestro cónyuge, hijos, padres, amigos o al entendimiento con un empleador. El intercambio de pensamientos puede compararse a la masa de un pastel. Cada uno de nosotros sabe que si echamos todos los ingredientes en un bol y no los mezclamos, sino que los vertemos inmediatamente en un molde y horneamos, no saldrá nada de nuestro pastel, ¡porque el ingrediente esencial de un pastel es mezclar bien la mezcla! Lo mismo ocurre con el intercambio de pensamientos: no basta con lanzar los pensamientos como misiles a un adversario enfadado, hay que mezclarlos a fondo.
Me parece que los ingredientes de una conversación son: nuestros puntos de vista, los puntos de vista de la parte contraria, la escucha atenta, los sentimientos y la elección correcta de las palabras. Todos estos componentes deben incluirse en la conversación. Es increíblemente importante decir lo que uno piensa, pero ¡cuánto más lo es escuchar atentamente! Así lo demuestra, por ejemplo, la reacción del niño ante la falta de interés del padre. Cuando un niño acude a su padre o a su madre, espera que éste le escuche, pero si esto no sucede, se lo pensará dos veces antes de volver a dirigirse a su padre o a su madre, tal vez no vuelva a suceder, tal vez un completo desconocido sea el guardián de sus secretos. ¿Y qué ocurre cuando no escuchamos a las personas que nos rodean?